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lunes, 9 de mayo de 2016

Ser

3:30 AM

¿Serán las pastillas que no me dejan dormir?

Un gallo canta. Raro, porque aún no sale la luz del alba y peor aún, está lloviendo.

Curioso que el fin de semana me dio esta tos del demonio y encima se arruinó el carro. En el mismo día.

Si, han de ser las pastillas las que me han dado insomnio.

Mejor escribo esto que sino se me olvida al día siguiente.

No he hecho nada malo para recibir castigo divino o del karma ¿O será que si?

Ahora hay varios gallos cantando. ¿Serán ciegos o tendrán insomnio también?

Pues de hecho este fin de semana me porté bien aún teniendo opción de portarme mal.

Vi 3 capítulos de Boardwalk Empire, leí artículos sobre el Ku-Klux-Klan, la Guerra de Secesión, Medgar Evers, los líos extramaritales del presidente Warren Hardis y ni así me dio sueño.

Nunca entenderé la inspiración que viene en las madrugadas.

Bueno si, en abril definitivamente no me he portado bien, si de la moral hablamos. Pero no he hecho daño a nadie.

Mi hermano tenia razón, estas pastillas también hacen que te duela el estomago.

Quizás el karma o la divinidad no te devuelva tus maldades con la misma maldad. A lo mejor te las devuelve en algo que si te duela a vos.

Hasta unos pájaros se han puesto a cantar, Dios santo. Por su canto, son guacalchias. Que madrugadoras son.

O quizás las pastillas me hicieron alucinar y estoy soñando que escribo esto.

Pues bueno, quedarme sin carro por un mes y no poder salir de rumba por culpa de gastos médicos, es un buen jalón de orejas.

Si fueran alucinaciones, no me dolería el estomago.

No quiero dejar de portarme mal, principalmente porque no siento que esté mal.

Ojalá aquel me pague lo que me debe, con eso me recuperaría.

¿O al alucinar se sienten dolores?

Bueno, si que quiero no tener problemas así, pero, nada me garantiza que con portarme bien, no me pasen.

Los gallos se callaron al fin pero las guacalchias ahí siguen.

Y aquella nunca me pagó lo que le presté ¿Pero como se lo cobraba? Soy bien inútil para eso.

Aunque cuando antes me portaba bien, nada malo me pasaba. O bueno, nada malo en lo económico.

Llueve de nuevo. Ni noté que había dejado de llover.

Enfermo y sin carro, y ya estoy elucubrando la mentira para salir mañana.

Hay tipos peores que yo, pero a saber si les va mal en otras áreas.

Van a ser las 4. O sea que solo dormire 3 horas hoy.

Es inevitable pensar que en lo que si me va bien, es por la misericordia que Dios tiene ante tantas oraciones de mamá.

¿Como puedo estar pensando en 3 o 4 temas separados a la vez? Deben ser las pastillas.

La lluvia arreció. Intentaré aprovechar el continuo ruido de las gotas cayendo en el techo de lámina, para dormirme. Aunque sueño no tengo.

En la anterior frase un hipérbaton hice. Y también en esta.

Quizás no soy malo ni bueno. Solo soy.

No estoy en el camino que debería. Pero tampoco en el que quisiera. Y viceversa.

Hipérbatons amo hacer. ¿O su plural es hiperbatones?

Algún día volveré quizás a ser bueno. O quizás no. Pero si sé que no quiero ni pretendo decidirlo ahora que ya son las 4:00 AM.

Malditas pastillas. Ah, como dormirme ya sé. Seguiré en hipérbatones (o hipérbatons) pensando.

sábado, 6 de febrero de 2016

Regreso a casa

Ir con el volante en las manos no siempre significa que uno tiene el control del viaje. Tampoco asegura que uno sabe por dónde y hacia dónde va.

Iba con la vista hacia delante, si, tratando de no caer en algún precipicio aledaño a esa sinuosa y solitaria carretera; pero de vez en cuando, volteaba hacia mi derecha -aunque bueno, soy zurdo, así que en todo caso volteaba hacia mi izquierda-, para darle un ligero vistazo a mi acompañante. No sé si fuera por un absurdo y fantasioso temor a que de pronto se desvanecería, o mi necesidad de desvanecer mis constantes dudas con solo observar su cálida y trémula sonrisa, que a pesar de los años, no cambiaba. ¿De qué me tenía que preocupar? ¿Por qué tenía que cuestionar? Iba a mi lado, y eso bastaba. Regresaba la vista hacia el camino, pero sentía su tierna y dulcísima mirada, esa misma mirada -que quiero maldecir y no puedo-que me convenció de emprender ese viaje, sin necesidad de palabras.

No importó que no conociera ese camino. Tampoco me preocupó no saber dónde íbamos. Ni las advertencias de los demás de que ese lugar era solitario y peligroso. Que hasta me podían matar. Menos me afligió que fuera de noche - una larga noche-. Tantas cosas que debieron importar, y no lo hicieron. No había promesas, ni de que fuese un bonito y acogedor lugar, ni de que no correría peligros. Bueno, en su defensa, ella nunca me prometía nada. Más bien, se diría que cumplía las promesas que no me hacía. Parte de su encanto, en fin.

A medida avanzamos, menos luz, Más oscuridad. Menos guías. Más paisajes desconocidos y sin fin, que apenas se distinguían. "Ya casi llegamos", me repetía de tiempo en tiempo. A veces me indicaba alguna curva, para poder ir más despacio. En otras, me señalaba algo que llamaba su atención. Y en otras, solo posaba suavemente su mano en mi mentón, o en mi mejilla, y se le escapaba un casi sollozante "gracias". No quería ver sus lágrimas, y por eso no le devolvía la mirada, aunque supongo que ella creyó que era porque no me quería distraer.

Más callejones extraños. Más postes con lámparas que no dan casi nada de luz. Más agujeros que no se ven. Más gatos callejeros que se cruzaban imprudentemente. Y por fin llegamos. Nos bajamos y ella se adelantó. Yo no dejaba de ver hacia atrás, a lo que estaba dejando, a lo que me rodeaba y que no conocía, buscando alguna luz que me iluminara, pero era en vano. La seguía por instinto, y entré hacia donde su elegante y alta figura me guiaba. Adentro si había luz, cosa extraña, que hasta deslumbraba...

...Y no, no era ahí. Aunque nunca tuve idea de cómo sería ese lugar, aunque no tenía expectativas, mi alma gritaba dentro de mí, que no, que no era ahí. Mi desgraciado cuerpo estaba impávido, quien sabe si de emoción o de temor, y no respondía a los gritos de mi alma. Y otra vez su sonrisa. Y de nuevo su mirada. Y otra vez ese maldito temblor y esas ganas contenidas de besarle hasta el último de sus cabellos. Me quiero ir. No. Quiero huir. No. Quiero llevármela. Si. No. Sólo quiero luz. Pero no de esa luz. ¿Y si me quedo? Quiero luz. Tal vez me acostumbre. No. No la dejaré. Si. Debo. No. No quiero. Pero debo. No, no me ame. O si, ámeme. O mejor, no me olvide. Si quiere, ódieme pero no olvide. No me haga esa mirada, le digo que no. Si, si la amo. Perdón, pero no. No. No…

_____
Ahora ya tengo el control. Aún no veo las luces que tanto anhelo, porque continúo en mi camino de regreso. No, no me voy a parar. Si, miro el retrovisor a cada momento, porque todo mi ser, alma, cuerpo, corazón, mente, espíritu, desean verla ahí, corriendo detrás de mí, gritando mi nombre. O que por un acto de magia, esté en el asiento trasero, para poderle decir “I’m so happy that you´re mine”, mientras sonríe plácidamente y me electrocuta con su mirada. Soy feliz fantaseando con eso, que querés que te diga. Pero sé que ella se quedará allá, siempre cálida, inefable, bella. Eterna.

¿Qué para dónde voy? Regreso a casa,me lo reclama el corazón, ya fue mucho tiempo de divagar…

sábado, 4 de julio de 2015

La puerta



Había sido un viaje extenuante. Creo que había caminado cerca de 3 meses. Quizás lo que lo hacía más cansado es andar cargando mis tres maletas, pero para mí, no era opción dejarlas. Aún con todo, había logrado llegar a esa famosa puerta de la que me habían hablado y a la que me recomendaron dirigirme. Me encontraba muy infeliz en donde vivía. Ya ni siquiera podía considerar ese lugar mi “hogar”. Y los que me rodeaban cada día me resultaban más aburridos y fastidiosos. Eso sin contar todas las decepciones causadas por las señoritas del lugar (que en su defensa deben decir lo mismo de mí, lo más seguro). Al otro lado de la puerta había un lugar que garantizaba que habría felicidad. Además, estaban ahí muchos amigos míos, que a través de muchos mensajes y llamadas me insistían que me reuniera con ellos ahí.

La puerta no era tan grande como la imaginaba, aunque si lo suficientemente espaciosa. Si bien tenía cierto llamativo, lo que realmente capturó mi atención, fue ver a tantas personas cerca de la puerta, con sus equipajes. Unos sentados, otros de pie, algunos hasta acostados en el suelo usando sus maletas y bolsas como camas y almohadas, en condiciones bastante precarias, la mayoría. Creo que hasta pude observar unas parejas dándose unas temerosas caricias y unos dudosos besos. Me pregunté porque toda esa gente no entraba, teniendo la oportunidad de hacerlo, pues la puerta estaba abierta de par en par. Con la mente llena de preguntas me fui acercando más, y empecé a entender porque todas esas personas no entraban.

Tras la puerta, había un puesto de control, muy parecido a los existentes en los aeropuertos. El puesto era ineludible, puesto que estaba unido a la puerta, con una especie de detector de metales. Aunado a ello, había dos enormes guardias con rostros impasibles a cada lado, y uno más al fondo. Y cerca de donde se ponen las maletas, estaba una mujer. Se veía bastante bonachona, con aspecto afable y una mirada comprensiva, así que mi tensión disminuyó. Nadie me había hablado de que habría un puesto de control así que estaba un poco confundido, amén que no traía conmigo documentación migratoria especial. Aún así, seguí avanzando. La señora, que vestía de una manera realmente formal y elegante, revisó mis tres bolsas, con un curioso scanner, el cual no dio ninguna alerta con la primera bolsa, pero con la segunda y tercera, se puso como loco. La señora entonces se dirigió a mí:

-Me temo que va a tener que dejar estas dos bolsas aquí, caballero.
-¿Qué? ¿Por qué?
-La primera maleta está bien, viene llena de muchas experiencias e historias, y estoy más que segura que será muy útil aquí. Pero el contenido de las otras dos está totalmente prohibido aquí.
-¿De qué me habla? (Me comenzaba a alterar)
-La segunda viene repleta de odio. Odio a usted mismo principalmente, y también a los demás. Y la tercera rebalsa de miedos y temores. Mire, hasta se salen de la maleta. Tiene que deshacerse de ambas.
-¡Claro que no! ¡Son MIS cosas! ¡Usted no tiene ningún derecho a quitármelas! (Los guardias comenzaron a acercarse y tuve que bajar la voz)
-Lo lamento, caballero. O se deshace de ellas, o se queda allá afuera con los demás. Usted decide.

Furioso, tomé mis maletas y dando pisadas fuertes y murmurando, me largué hacia las afueras. Busqué un lugar cerca de ahí y me senté a esperar.

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Creo que estuve en los alrededores de la puerta cerca de 3 meses. Me rehusaba a dejar mis maletas, me había costado mucho llegar hasta ahí con ellas y ya eran parte de mí. No las iba a dejar así nada más. Conocí a muchas personas ahí e hice muchas amistades. Y principalmente romances. Pero las mujeres que ahí habían estaban igual o más maltrechas que yo. Y al final, siempre el tema de las maletas nos hacía discutir puesto que estorbaban a la hora de querer compartir espacio, y nadie, absolutamente nadie ahí soltaba sus maletas ni por un segundo. Y algunos usaban su equipaje hasta para defenderse y/o atacar al sentirse amenazados. Por ejemplo, Rebeca una vez me golpeó con su maleta de prejuicios e incomprensión, puesto que se indignó que yo no le ponía atención al estar cansado y cómodamente acostado abrazando mi maleta de miedos. O en otra vez que Raquel puso en medio de nosotros su enorme maleta llena de indecisión (más grande que ella, de hecho)) y me aburrí de intentar moverla. No soy inocente, claro, también recuerdo que Carolina resultó lastimada cuando al intentar abrazarme, sus brazos también rodearon a mi maleta de odio y eso le causó heridas. Así que el segundo mes lo pasé aislado. Solo. Y el frío comenzó a hacer mella. Ni siquiera podía dormir bien. Y podría jurar que de mis dos maletas no autorizadas por la señora del puesto de control, salían voces que me insultaban. Que se burlaban. Y se jactaban de cómo yo las prefería a costa de otras personas.

Una noche en que tenía los nervios demasiado alterados, me levanté. Carlos, un amigo que tenía una sola y gigante maleta de egocentrismo, me había hablado de que en las proximidades había un profundo despeñadero, de fácil acceso, el cual muchos, desesperados supongo de escuchar las mismas voces que yo oía, lo usaban para acabar con su vida y su sufrimiento. Me dirigí a toda prisa, puesto que era ya insufrible el martirio de no saber si me estaba volviendo realmente loco o si de verdad salían voces de las maletas. Estando a la orilla, observé por un momento el vacío. Era malignamente hermosa la oscuridad que podía verse. La contemplé por unos minutos. Luego ví mis maletas. Recordé todos los años que me tomó juntar su contenido. Todas las veces que me sirvieron para defenderme. O para justificarme. Pero ya no más, estaba decidido a ponerle fin. Así que sacando fuerzas de donde no las tenía, tomé mis maletas, y jadeando, las arrojé al vacío. Todavía puedo recordar el sonido de cuando caían a toda prisa. No escuché si tocaron fondo. De hecho, luego de unos minutos, había un precioso e invaluable silencio, que hacía tantísimo, tantísimo tiempo que no había podido disfrutar. Tomé mi maleta de experiencias, y regresé a mi improvisada fortaleza de la soledad y dormí tan placenteramente como jamás en mi vida lo había hecho.

El último mes lo pasé revisando todo el contenido de la maleta que me quedaba. Quería revisarla bien antes de entrar por la puerta, asegurarme que no hubiese nada que me impidiera entrar cuando lo intentara de nuevo. Por las mañanas salía de mi cubil, y les platicaba a los demás las experiencias e historias que había revisado la noche anterior. Y les instaba a deshacerse de sus maletas como yo lo había hecho. Pedí perdón a quienes había lastimado e hice las paces con quienes me habían lastimado a mí. Y terminado el mes, fui a la puerta.

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El lugar en el que ahora estoy, tampoco es perfecto. Existe contrabando. Lo que más se trafica son los temores, dado que a algunos nostálgicos les gusta refugiarse en eso. Pero yo llevo ya bastante en abstinencia y me siento realmente bien. Ya pasaron alrededor de 3 meses desde que la señora de la puerta me dejó pasar. Mis amigos que ya estaban adentro se disculparon por no advertirme antes de lo dificultoso que podía ser ingresar, pero lo habían hecho por mi bien, para que yo aprendiera por mis propios medios.

Después de todo, la puerta de la Superación, no cualquiera la cruza. Requiere mucho tiempo y fuerza de voluntad. Dicen que hasta ahora, nunca nadie la ha podido cruzar en su primer intento.


jueves, 18 de junio de 2015

Corazones




Era un espectáculo bastante desagradable verlo agonizar. Y lo desagradable nunca genera empatía y mucho menos compasión o lástima. Así que nadie le ayudó, aunque muchos lo pudieron observar yaciendo inerte en la acera. Apenas latía. Su ventrículo derecho estaba aplastado. El izquierdo era mejor ni verlo. La vena cava inferior tenía muchas magulladuras, y la superior muchas cortadas. Aunque todo ese desastre no era nada si uno se detenía a observar lo que alguna vez fueron sus arterias. Lo dicho, desagradable espectáculo.

Muchos de los corazones de los llamados mojigatos que circulaban cerca sonreían disimuladamente con sorna y una abyecta satisfacción. Porque hay dos tipos de corazones, eh, aunque no tienen nombres específicos, los unos llaman a los otros con el nombre más despectivo que pudieron encontrar. Así, el primer grupo llama a los otros “los libertinos”, porque su misma “mojigatez” no les permite profundizar en un adjetivo más peyorativo para describir el enorme desprecio que sienten hacia ese grupo. Al contrario que ellos, los libertinos toman con mucho humor –y hasta orgullo- que los llamen así, y aunque el nombre oficial que les dedican a sus congéneres es “mojigatos”, en la intimidad de sus reuniones tienden a ser más mordaces, burlándose sin piedad de la excesiva precaución y los numerosos prejuicios que con tanto honor llegan –incluso- a presumir los mojigatos.

Esta distinción básicamente radica en que a los mojigatos les da por imponerse reglas y límites ellos mismos en sus relaciones de pareja. Por lo general, al encontrar a un corazón que quiera vivir bajo sus reglas, se quedan así por siempre. La felicidad es secundaria, o innecesaria. Aunque si les preguntás, ellos se sienten los más felices del mundo, porque afirman que no sufren, y por ende entienden –erróneamente, dicen los libertinos- que “no sufrimiento” es el equivalente a “felicidad”. Por su lado, los libertinos pregonan que las reglas son ridículas y hasta ofensivas. Hay que estar donde uno se sienta apasionadamente pleno y feliz, dicen, aunque se sepa de antemano que esa felicidad será pasajera. Los compromisos son del diablo, afirman –aunque en el fondo ni creen en Lucifer, en su mayoría- y si su pareja hace el más mínimo amague de imponer aunque sea una regla, huyen despavoridos. En resumen, a los mojigatos les gusta la compañía perpetua y reglamentada, aunque no sean del todo felices, mientras que los libertinos prefieren la felicidad temporal que otorgan las pasiones desenfrenadas.

Por eso es que los mojigatos sonríen vilmente al ver a un libertino que agoniza por todos los golpes y heridas que ha ido sufriendo al intentar buscar la felicidad una y otra vez. Porque claro, esa búsqueda se convierte en toda una odisea con numerosos peligros. Cabe destacar, no obstante, que la muerte de los mojigatos es peor. Mueren de aburrimiento, de rutina, sin darse cuenta, sin sufrir. Dejan de estar vivos, pues, cosa que no es nada parecida a morir. Cuando vienen a darse cuenta que ya están a punto de morir, hipócritamente tratan de –en lo secreto, claro- buscar un libertino que los avive de nuevo con llamas de pasión. A veces funciona y a veces no.

El libertino moribundo había recorrido un largo camino. Había sido feliz. Había llevado su pasión a muchos hogares, a muchas plazas, a muchos apartamentos ajenos, a muchos lugares que él preferiría no relatar, no por mojigatez, sino porque le hallaba cierto sabor dulce a lo clandestino. Sus llamas abrasaron a muchos, pero también a él lo quemaron otros libertinos, dejándole cicatrices que ya en sus últimas aventuras ni se molestaba en ocultar. Tuvo golpes serios, como el que le dio aquella corazona libertina al decirle que prefería la compañía de un corazón que, aunque un poco mojigato, tenía la vena cava inferior más grande y llamativa; no le guarda rencor, porque en ocasiones él hizo lo mismo cuando veía corazonas con ventrículos más vistosos. Un golpe que particularmente le dolió fue de aquella desalmada corazona –si, los corazones tienen alma- que le engañó haciéndole creer que sentía la misma pasión cuando en realidad solo le gustaba que le admiraran sus bien formadas arterias; las mentiras son de los golpes más bajos para un corazón, causando un dolor únicamente equiparable al de un gancho izquierdo de un gorila enfurecido. Al final, acumuló tantos golpes y heridas que no podía caminar. Pero lo desesperaba la soledad y salió casi arrastrándose a recibir un inesperado último golpe, el que lo dejó tirado en la calle. Se lo habían contado, pero nunca lo había experimentado. Sus amigos del club al que regularmente asistía contaban que un corazón difícilmente se repone de eso que suelen llamar “desprecio”. “La mirada asqueada que te hacen te deja ciego”, decían unos. “El eco de las palabras pronunciadas te retumba en todo tu cuerpo hasta que detiene tu palpitar”, advertían otros. No se sabía de ninguno que sobreviviera a semejante golpe y él no fue la excepción. Murió, de manera rápida, aunque en este relato parezca que fue lenta.

Cuando mueren, los corazones sufren una extraña evolución –o involución según se mire-. Los mojigatos al morir -o dejar de vivir-, reaparecen al cabo de unos meses, pálidos, con mirada perdida y una amargura interna que nadie les aguanta. Los libertinos en cambio, regresan en menos tiempo, convertidos en un ser irreconocible pero no desagradable, aunque si se ven peligrosos, y más de un incauto cae en las estratagemas implementadas por estos entes a quienes con temor llaman “hedonistas”.

Por eso, en el mundo de los corazones, no hay funerales ni sepelios. Lo que hay es una especie de “sala de espera” donde los deudos “depositan” a sus muertos mientras esperan por su resurrección. Algunos esperan con miedo y precaución al futuro hedonista, y otros con desidia y hasta molestia al futuro amargado.

Y claro, hay formas de salvarlos de su muerte, pero los corazones, sean libertinos, mojigatos, amargados o hedonistas o alguna combinación ecléctica, siempre tienen en común que son unos desgraciados ególatras que poco o nada les interesan los demás.


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martes, 17 de marzo de 2015

Paciencia



Lo vamos a llamar Salvador (O Chamba, pues) dado que ignoro su verdadero nombre. Don Chamba es motorista de la ruta que me acompañó durante toda mi vida universitaria e incluso los primeros años de mi vida laboral: La nunca bien ponderada 2-C. Él ha sido motorista de esa ruta desde que recuerdo, es decir, ya algunos lustros, con excepción de un período de tiempo que hasta me extrañé de no ver su siempre serio semblante.

Don Chamba "ya está señor", como diría mi madre. Bigote y cabello canos. De lentes tan gruesos como el vidrio de una Coca Cola de 1.25 litros. Siempre con camisas abotonadas manga corta y esos pantalones de tela color caqui (es algo rebelde al no usar el “uniforme”). Como decía, expresión seria en su rostro. Responde saludos, eso sí, pero con total desdén.

Al ausentarse y luego volver a su trabajo de motorista, noté algo diferente en él. En su mirada ya no había la indiferencia acostumbrada, sino que también pesar. Y empecé a fijarme más en lo que ocurría a su alrededor en los viajes.

Él conduce despacio, como si temiera que algo horrible le espera adelante. Frena intempestivamente, aunque el obstáculo por el cual frena se encuentre lejos. Eso provoca casi siempre malestar en los acalorados y pintorescos pasajeros, que profieren todo tipo de insultos y críticas, exigiendo llegar a sus destinos lo más rápido posible o en ocasiones incluso, dramas exagerados. Y él siempre responde con un absoluto silencio. Ni siquiera mira por el retrovisor al cuarentón sudoroso y gordinflón que le grita “¡Apuráte, viejo c*br*n!” o a la mujer que refunfuña que no va llegar a tiempo a hacer la cena por culpa de “este viejito c*r*te”.

Los conductores que tienen la “desdicha” de ir tras de su autobús ya algo desvencijado, son aún más desesperados que los pasajeros. Además del típico pitido que no sé porque denominan “la vieja”, o acelerar innecesariamente el motor en forma de “amenaza”, los insultos proferidos son quizás más crueles. Peor aún cuando finalmente logran rebasarlo y pasar a su lado. Y Don Chamba siempre, silencioso, sigue observando al frente. O la mano del pasajero que paga su pasaje.

Ocasionalmente, taxistas y policías también terminan desesperados con su parsimonioso modo de conducir. Los primeros, cuando su autobús “estorba” la salida de su terminal en el abarrotado Metrocentro. Los segundos, cuando en su afán de ordenar el tráfico, le conminan que se apresure a abandonar el lugar destinado como parada de buses, y él no lo hace con la rapidez que ellos le exigen. Y así como en los otros casos, el solo guarda su a veces molesto silencio.

Al final del día, ni los policías, ni los taxistas, ni los conductores, y mucho menos los pasajeros, se molestan en tratar de ser empáticos con él, mucho menos otorgarle aunque sea un poco de comprensión. Si lo hicieran, al menos notarían que Don Chamba sólo tiene su pierna derecha (perdió la izquierda en un terrible accidente). Y si se fijaran un poco más, notarían las muletas que están a su lado izquierdo. Y si aún se fijaran un poquito más, podrían ver en sus ojos lo que con su boca no quiere (o no se atreve) a decir: Por favor, tenga un poco de paciencia conmigo.